"Ocurrió que tres barones de Francia vinieron a Sicilia en ayuda del rey Carlos, para vengar la muerte de sus parientes, que habían muerto en la guerra de Sicilia en tiempos del señor rey Don Jaime. Estos tres barones traían consigo trescientos caballeros de Francia, todos escogidos, que eran los mejores de Francia, y que eran llamados los «caballeros de la muerte»; y vinieron a Catania con el ánimo y la voluntad que, fuese como fuese, tenían que combatir contra Don Guillem Galceran de Cartellá, conde de Catanzaro, y con Don Blasco de Alagón, que estaban de parte del señor rey de Sicilia. y así lo juraron, de modo que, cuando llegaron a Catania, todo el mundo les llamaba «los caballeros de la muerte», tal como ellos se habían puesto por nombre. ¿Qué os diré? Supieron un día que el conde Galceran y Don Blasco estaban en un castillo de Sicilia llamado Gagliano, y los trescientos caballeros, con mucha gente arreada y otros que quisieron acompañarles, marcháronse a Gagliano. El conde Galceran y Don Blasco, que habían venido a la llanura de Gagliano, lo supieron, y revistaron la gente que tenían, y se encontraron con que no tenían más de doscientos hombres a caballo y alrededor de unos trescientos de a pie, y acordaron, a pesar de todo, presentarles batalla. Al rayar el alba salieron de Gagliano en orden de batalla, sonando nácaras y trompas; y los caballeros de la muerte, al verlos, revisaron igual¬mente cuántos eran, y encontraron que en aquel momen¬to eran más de quinientos hombres de a caballo y muchos de a pie, todo gente buena y de su propio país. Cuando ambas hueste se vieron, los almogávares del conde Galceran y de Don Blasco gritaron: — ¡Despierta, hierro! ¡Despierta! Y todos a la vez golpearon las piedras con los hierros de las lanzas, hasta que cada uno lograba que saltara fue¬go, de modo que parecía que en todo el mundo hubiese luminarias, más aún porque era de madrugada. Los franceses que vieron esto, se maravillaron y preguntaron qué quería decir, y los caballeros que allí estaban y que ya se habían encontrado con los almogávares en Calabria en otros hechos de armas les explicaron que se trataba de una costumbre suya, que siempre que entraban en batalla despertaban los hierros de las lanzas; de manera que dijo el conde de Brenda, que era uno de los condes de Francia: — ¡Dios mío! ¿Esto qué será? Nos hemos encontrado con los demonios, que quienes despiertan al hierro parece que han de herir en el corazón, y me parece que ya hemos topado con lo que íbamos buscando. Y entonces persignóse y encomendóse a Dios, y en orden de batalla arremetieron unos contra otros. El conde Galceran y Don Blasco no quisieron disponer vanguardia ni retaguardia, sino que todos juntos, la caballería por el lado izquierdo y los almogávares a la derecha, atacaron la avanzada de aquéllos en forma tal que parecía que se hundiera el mundo. La batalla fue muy cruel, y los almogávares arremetían con sus dardos haciendo verdaderas diabluras, tanto que, al entrar sobre ellos, más de cien hombres a caballo o perdieron el caballo o murió el caballero. Luego rompieron las lanzas y empezaron a destripar caballos, moviéndose entre ellos como si se pasearan por un hermoso jardín. El conde Galceran y Don Blasco se las emprendieron con las banderas francesas, que las echaron todas por el suelo. Entonces sí que vierais hechos de armas y dar y recibir golpes, que antes, con tan poca gente, jamás hubo tan grande y tan cruel batalla; y esto duró hasta el mediodía, sin que nadie pudiese decir quién llevaba la mejor parte, sino tan sólo por las banderas de los franceses, que fueron todas abatidas, excepto la del conde de Brienne (Gautier), que llevaba él mismo cuando fue muerto su abanderado y la entregó a otro caballero. . . Cuando los catalanes y aragoneses vieron que aquéllos se mantenían tan fuertes, corrió la consigna entre ellos y gritaron: — ¡Aragón! ¡Aragón! Y este grito les enardeció a todos, y atacaron con tanta fuerza que aquello fue la mayor maravilla del mundo, de manera que de los caballeros franceses no quedaron más allá de ochenta. Entonces éstos se subieron a un cerro, y el conde Galceran y Don Blasco arremetieron contra ellos. ¿Qué os diré? Bien puede decirse que se ganaron el nombre que se habían traído desde Francia, llamándose «los caballeros de la muerte», pues todos murieron: los trescientos completos y aun algunos que con ellos es¬taban, pues sólo escaparon cinco hombres de a caballo alforrados, que eran de Catania e iban con ellos como guías, y pudieron huir. Cuando todos estuvieron muertos, las tropas del conde Galceran y de Don Blasco levantaron el campo, y podéis decir que ganaron tanto que fueron ricos para siempre aquellos que estuvieron en la batalla. Y revisaron cuánta gente habían perdido, y encontraron que habían perdido cerca de veinticinco hombres de a caballo y treinta y cuatro hombres de a pie; así que, una vez levantado el campo, alegres y satisfechos entraron en Gagliano e hicieron curar a los heridos. La noticia llegó al señor rey de Sicilia, que estaba en Nicosia, y causó gran placer tanto a él como a los que con él estaban. Cuatro días después de la batalla, el conde Galceran y Don Blasco se corrieron a Paternó y Adernó e hicieron gran presa de franceses que habían venido de Catania al bosque a coger leña y hierba; y había más de doscientos caballeros que habían ido para guardar las acémilas, y todos murieron o fueron presos. . Así que, en aquella ocasión, hubo gran duelo en Catania por la muerte de los caballeros de la muerte y los otros, y asimismo sintieron gran dolor el rey Carlos y el papa, que cuando lo supo dijo: — Pensábamos haber hecho algo y nada hemos hecho, que nos parece que Sicilia tanto la defenderá éste (Federico III) como lo hicieran su padre y su hermano, que por muy joven que sea demostrará a qué casa pertenece. De manera que si no lo cogemos por medios de paz, jamás sacaremos otra cosa que no sea daño." (Muntaner, "Crónica", cap. 191)
No hay comentarios:
Publicar un comentario